Varias décadas atrás, Trenque Lauquen tuvo una doble hora no oficial, pero tan certera como la oficial. Curiosamente, ambas, se hallaban concentradas a muy pocos metros una de la otra. Con precisión, sobre la vereda impar de la calle Belgrano, entre Pellegrini y Derqui.

Los protagonistas de esta historia fueron Alfredo Lalli y Juan Francisco Porta o “Pancho”, tal su difundido apodo. El primero, poseía una joyería y relojería, y el último, venta y reparación de máquinas agrícolas. Separados por apenas algunos metros de baldosas. Pero más allá de una relación de cordial vecindad, ambos quedaron vinculados al pasado de la ciudad por ocuparse de procurarle a los vecinos su puntual ubicación en el tiempo.
Los unió un imperceptible hilo conductor que los identificaba por distintas vías. Con una sirena, uno, y con un teléfono, el otro, fueron los responsables de indicar la hora, de un modo totalmente casero y desprovisto de las más modernas y sofisticadas tecnologías.
Porta, no tenía más que apelar al sencillo recurso de accionar una tecla dentro de un tablero para que el sonido de la sirena instalada en su negocio comenzara a ulular cuatro veces al día, anunciando rigurosamente los horarios de apertura y cierre, tanto matutino como vespertino, de los comercios de la ciudad.
Y Lalli lo reiteraba cada vez que sonaba su teléfono, ya que quien discaba su número, escucharía antes que el clásico “hola”, y en la voz del dueño del aparato, la hora de ese momento, escrupulosamente exacta.
Dos historias que concluyen hacia un mismo objetivo, pero que fueron dispares en cuanto a sus orígenes.
LA SIRENA DE PORTA

La sirena de Porta se hallaba en poder de su familia antes del nacimiento de Pancho, en 1930, y nos remite a una de las tantas travesías que generó la inmigración.
Los Porta, desembarcaron en la Argentina con sus sueños de un destino superior al que por entonces les ofrecía su tierra natal y se hicieron cargo en 1927, de una fábrica de sulkys y charrés, ubicada en Teniente General Uriburu y Avellaneda.
Antes había pertenecido a Latour, primer propietario de esa sirena, de procedencia alemana, que entonces pasa a los Porta al convertirse en los nuevos dueños del establecimiento, por lo que la antigüedad del sonoro artefacto es casi incalculable.

Pancho luego se convirtió en su depositario y la instaló en su comercio de la calle Belgrano. Poco antes de su muerte, se la legó a su nieto Juan Francisco Del Canto, para que fuera el continuador de la tradición, hasta que finalmente se cerró el negocio, y su intenso silbido enmudeció ya como parte diaria e insustituible del devenir pueblerino, aunque solía reaparecer circunstancialmente en cada fin de año, para confundirse con la ruidosa cohetería. Ahí se la escuchaba durante continuos 15 minutos.
En alguna otra ocasión también se llamó a silencio cuando lo requería el descanso de algún vecino enfermo del barrio, y la única vez que salió de la calle Belgrano fue para acompañar la recordada campaña de la Selección Roja en 1970, recreada este año en el libro “Dale rojo” de Guillermo Ruiz y Hugo Tiseira. Entonces se sumó al aliento de los cientos de gargantas trenquelauquenses desde un árbol de la cancha del club Atlético, sobre el cuál había sido montada, y se hacía casi rugido para celebrar cada gol en el arco contrario.

Solía recordar Porta, la ocasión en que, al hacerla sonar al mediodía, hubo un corte de luz. Cerró el comercio, olvidando apagar el mecanismo, por lo que, al restablecerse la energía eléctrica, la sirena comenzó a ulular automática e incesantemente, lo que provocó un sobresalto generalizado en la población, sospechando que algún suceso grave había ocurrido, y el objetivo era alertar sobre ello.
Cuando a Porta le avisaron, había pasado alrededor de media hora de sonar ininterrumpido. Rápidamente corrió a silenciarla y se encontró con un gentío muy inquieto y preocupado frente al comercio. Allí, los vecinos se abalanzaron sobre él para inquirirlo por la profundidad de tan hipotético como inexistente episodio. Nada había pasado, sólo su involuntario olvido había provocado semejante expectativa de intranquilidad.
EL TELÉFONO DE LALLI
En tanto, la historia de Lalli arranca a fines de 1977 cuando le colocaron el teléfono, época en que era toda una hazaña conseguirlo, porque podía demorar un tiempo, hasta medido en años, para que se accediera a la solicitud del peticionante.

Ya funcionaba una central que permitía comunicarse directamente entre los teléfonos, que reemplazó a la manual, donde un operador se ocupaba de esa tarea. Le dio inmediatez, además, a los llamados a larga distancia, que en los tiempos previos solían demorar horas, aún a pueblos cercanos, y hasta a veces, se desistía de ellos, ante la imposibilidad de comunicarse en el día.
A partir de contar con teléfono, a Lalli se le ocurrió la idea de informar la hora como un servicio. Se adelantó a la entonces estatal ENTEL, que recién comenzó a brindarlo en Trenque Lauquen diez años después.
Un funcionario de la empresa viajó hasta aquí para habilitar la hora oficial, y se sorprendió cuando le contaron que ya Lalli la ofrecía en su domicilio. Previo a comprobarlo con un llamado a su aparato lo comentó después con asombro. Habituado a ocuparse de ese trámite en distintos lugares del país, afirmó que era la única ciudad de todo el territorio donde esto ocurría.
Hoy el teléfono fijo o de línea ha decrecido en su uso, prácticamente reemplazado por un aparato más pequeño, móvil o celular, como se lo denomina, que es de carácter inalámbrico, una suerte de mini computadora, ya que no sólo sirve para hablar, sino que cumple otras muy variadas funciones.
Una de las tantas y maravillosas historias de nuestro pasado pueblerino, cuando una sirena y un teléfono, a los que podríamos sumar el tañir de las campanas de la Parroquia, se convirtieron en aliados de los vecinos a la hora de saber en qué momento preciso de su recorrido se hallaban las agujas del reloj.