Escribe Hernán Sotullo *
Roberto Sorondo había cumplido 59 años el 22 de julio de 2014. Casi que no alcanzó a festejarlos. Seis días después, el lunes 28, desapareció en la ciudad bonaerense de General Villegas, sin que nadie jamás supiera de él. Detrás del misterioso episodio, a casi una década, quedan las conjeturas que maneja su familia y las distintas líneas de investigación, con el consiguiente rastreo para hallarlo, que sumó la conjunta tarea policial y judicial, en este último caso, a cargo del ahora ex fiscal Omar Flores del Departamento Judicial de Trenque Lauquen.

Sorondo ya no residía de manera permanente en Villegas, pero viajaba con cierta frecuencia para atender algún negocio que le demandaba su actividad en el comercio granario. Ya se había divorciado de su primer matrimonio, del que nacieron dos hijos. La mujer, Magdalena, es Licenciada en Publicidad, realizó alguna vez una campaña para una renombrada empresa de cosméticos, y hoy posee agencia propia. El varón, Matías, es abogado. Ambos residen en la Capital Federal. Desde hacía un tiempo Sorondo había formado pareja con otra mujer, relación de la que nació una hija.
En Buenos Aires, en el barrio de la Recoleta, también vivía Sorondo. En su adolescencia se había educado en el prestigioso colegio marista “Champagnat”, donde había sido compañero de estudios de Federico Pinedo, que alcanzó notoriedad, por haber ejercido la Presidencia de la Nación durante escasas 12 horas, producto de la controversia suscitada en diciembre de 2015 por la transmisión de los atributos de mando al mandatario entrante Mauricio Macri, por la ausencia de la saliente Cristina Fernández de Kirchner. También de allí egresó con Fernando Pocino, el ex agente de inteligencia, entonces dentro de la planta jerárquica de la SIDE en tiempos coincidentes a la muerte del fiscal Alberto Nisman, otro caso hasta hoy impune.
EL ÚLTIMO RASTRO
Según la descripción aportada, la víctima tenía una contextura física media,1,65 metros de estatura y unos 72 kilos de peso, de tez blanca y cabello corto y entrecano. El día de su desaparición vestía un jean azul claro, y camisa a cuadros roja y blanca.

En sus repetidas visitas a Villegas se alojaba en la casa de su amigo Dante Codutti, donde había dejado su bolso preparado, pensando ya en su regreso en horas a la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. A eso de las 17 horas de ese lunes 28 se ausentó para terminar de completar una operación inmobiliaria que comprendía cobrar su parte en la venta de una quinta que poseía en las inmediaciones conjuntamente con el contratista rural Walter Bianchi.
Se trataba de un inmueble de dos hectáreas, y Sorondo le había vendido la mitad a Bianchi, que era, a diferencia de su menor estructura física, un hombre corpulento, vivía allí y en un galpón guardaba las máquinas propias de su actividad. No había plano de subdivisión, apenas un alambre separaba ambas porciones de tierra, pero habían encontrado un comprador para la totalidad del bien, y ese día cobraría su parte. Las cámaras lo registran yendo en esa dirección.
Bianchi, que tiempo después se ausentó de Villegas, y alguna versión lo ubica en la provincia de Neuquén, lo certifica en su propia declaración posterior, manifestando que dentro mismo del auto que poseía Sorondo, un VW Polo gris, contó el dinero, que su circunstancial socio le entregó sentado a su lado en el vehículo, y satisfecho, se retiró de la quinta. Sus hijos sospechan que el episodio no fue así, y se apoyan en otra cámara que difusamente momentos después muestran a dos personas dentro del Polo, antes de entrar en el misterio de su desaparición.
APARECE EL AUTO
No fue el último capítulo. Al día siguiente, el Polo gris fue ubicado en el estacionamiento de una gomería, en una colectora de la ruta 188, a unos 200 metros del acceso principal a Villegas. Carecía de las llaves y de todas las pertenencias que habitualmente guardaba en el auto su propietario. Sólo se encontró un detalle esclarecedor: una mancha de sangre en el baúl, que las posteriores pericias determinaron que pertenecía al perfil genético de Sorondo. Más allá, nada se obtuvo, salvo alguna huella dactilar, cuyo origen no pudo ser desentrañado.

Días más tarde, en un descampado, fueron localizados restos de la quema de objetos, que los familiares de Sorondo reconocieron suyas, como alguna prenda de vestir, agenda, portafolio, aunque su celular, que hubiera podido arrojar algún indicio, nunca apareció.
Desde la denuncia que de su sorpresiva ausencia hiciera su amigo Dante Codutti, el trabajo de búsqueda fue tan intenso como infructuoso por parte de diversas dependencias policiales, incluso con el auxilio de canes. Se ofrecieron elevadas recompensas a quienes pudieran aportar datos, se realizaron allanamientos y hasta. excavaciones, todo con resultado negativo.
Bianchi, el último que vio con vida a Sorondo, fue también exhaustivamente investigado. El pozo ciego y el aljibe existentes en la quinta fueron vaciados, en la presunción que allí podría haber sido arrojado el cadáver. Cumplidas ambas tareas, no se recolectó ninguna evidencia. Se procedió, además, a analizar un hacha que tenía una mancha de sangre, pero por la mínima cantidad hallada, no alcanzó para ser peritada. También fue secuestrada una camioneta que Bianchi había vendido en Junín, no arrojando pruebas que lo vincularan con la causa.
En agosto de 2020 ocurrió un episodio que se asoció presuntivamente al caso Sorondo, cuando un vecino que salió a caminar en compañía de su perro se encontró con un cráneo humano en un canal que corre paralelo a un camino vecinal que une la ciudad cabecera con Elordi. Los estudios antropológicos lo descartaron.
Lo cierto es que, desechada la desaparición voluntaria, el caso apunta necesariamente a un hecho violento, siendo hasta hoy una incógnita abierta su desenlace, que ni siquiera su familia comprende, ya que nunca les expresó temor o motivos de que alguien buscara quitarle la vida. El expediente no tuvo imputados y sólo se orientó a la averiguación de su paradero.
OTROS CASOS IRRESUELTOS

El de Sorondo integra una lista de casos que han quedado en el misterio, y que, en el mismo General Villegas, comprende el séxtuple crimen de La Payanca en mayo de 1992. Antes, en febrero de ese año, se suma el de Héctor Ernesto Rindlisbacher, y su hija adolescente Vanesa. Todo sucedió en la ruta nacional 5, en jurisdicción de Carlos Casares, en el interior de un Ford Falcon que conducía como empleado del gremio de la construcción. El auto, apareció detenido en la banquina, y ambos cuerpos con sendos balazos en la sien, ejecutados con precisión quirúrgica por un avezado tirador.

También, el de Carlos Sánchez, hace más de 30 años, de mayo de 1992, un querido vecino, que atendió durante años el kiosco de la esquina de Villegas y Uruguay; el del pehuajense Germán Casarini, del que nunca se supo nada desde agosto de 2011, presuntamente envuelto en una trama de naturaleza sentimental, o el del trenquelauquense Adrián Maya, asesinado en octubre de 2016, a golpes de barreta y apuñalado en su gomería del barrio Indio Trompa.
Si bien es cierto, que, en la mayoría de los casos, la justicia halla y condena a los culpables del delito, los que quedan en el recuerdo popular suelen ser los que aún conducen al enigma de su autoría.
O como alguna vez, el doctor Luis Tomás Correa, reconocido penalista villeguense, que intervino como defensor en resonantes casos, le dijo a este periodista, refiriéndose a la masacre de La Payanca, donde fue abogado de algunos sospechosos: “Esto es un eterno durante, no tuvo antes y no tiene después”, a modo de candado al caso que bien podría aplicarse a los demás hechos no resueltos, más aún en aquellos que por el transcurso del tiempo ya han prescripto, y cerrados definitivamente a ulteriores investigaciones.
*Periodista. Escritor. Director Periodístico de DataTrenque.