1992 EN LOS TRIBUNALES DE TRENQUE LAUQUEN: TRES HECHOS CRIMINALES QUE TODAVÍA HOY PERMANECEN IMPUNES

La criminología afirma que no existe el crimen perfecto, sino la investigación imperfecta. Verdad o no, lo cierto es que la crónica registra casos sin resolver, que aun habitan el misterio. Particularmente en los Tribunales de Trenque Lauquen, tres conmocionantes hechos han quedado impunes, todos ellos ocurridos por una trágica coincidencia hace ya casi tres décadas, durante 1992.

Apenas comenzaba a correr el segundo mes del año cuando muy temprano de ese domingo 2, la ciudad recibía con estupor la noticia del alevoso asesinato de Héctor Ernesto Rindlisbacher, de 38 años, y su hija adolescente Vanesa, de 12. Todo había sucedido en el kilómetro 308 de la ruta nacional 5, en jurisdicción de Carlos Casares.

El auto donde viajaban las víctimas en el lugar del hecho

El automóvil Ford Falcon, perteneciente a la Unión Obrera de la Construcción (UOCRA), para la que el joven trabajaba como chofer, y unía frecuentemente el trayecto hacia la Capital Federal, aparecía sobre la banquina, con las luces encendidas, y el aire acondicionado funcionando. En el interior, dos cuerpos yacentes, ambos con sendos balazos en la sien, ejecutados con precisión quirúrgica por un avezado tirador.

La escalofriante escena sumaba otro detalle. El conductor apretaba el embrague con su pie izquierdo, y había puesto en primera la caja de cambios, como que, advertido del peligro, su instinto lo empujaba a huir. Llamaba igualmente la atención que el vehículo se hallaba detenido correctamente, sin huellas de bruscas frenadas, además de la ventanilla delantera de un lado baja, dando a entender que Rindlisbacher interrumpió su marcha ante la presencia de un conocido, sin imaginar su siniestra respuesta, que culminaría en ese desenlace fatal.

Héctor Rindlisbacher

Rindlisbacher era entrerriano, pero se había afincado en Trenque Lauquen para desarrollar tareas de albañil, que había abandonado transitoriamente por su nuevo trabajo. Militaba en el peronismo local, y un par de días antes había celebrado el primer año de Jakqueline, la hija que tenía con Stella Maris Sosa, su última pareja. La fallecida a su lado, y otro adolescente, eran fruto de una relación anterior, y residían en Buenos Aires.

Sin testigos presenciales que pudieran aportar algún dato esclarecedor, tanto la pesquisa policial como la judicial, abordaron sin resultado las pistas seguidas para dar con el asesino, posibles acompañantes como apoyo, el móvil de los crímenes, o la existencia de algún autor intelectual. Lo único claro es que se trató de algo perversamente planificado. Todo lo demás ha quedado hasta hoy envuelto en una espesa niebla, que impide desentrañar el aberrante hecho, identificar y condenar a su autor y ocasionales cómplices.

ASESINATO DE SÁNCHEZ
La saga violenta continuaría tres meses después, el miércoles 6 de mayo de 1992. Carlos Sánchez, un querido vecino, que atendió durante años el kiosco de la esquina de Villegas y Uruguay, fue hallado muerto, suspendido de una cuerda que le rodeada el cuello, atada a una viga en el patio de su casa de Alem al 200, donde vivía solo, luego de haber enviudado.

En un primer momento, la investigación se orientaba a creer que se trataba de una decisión voluntaria de la víctima de quitarse la vida, pero las sospechas de familiares determinaron días más tarde la exhumación de su cuerpo, comprobándose, que su deceso fue provocado por fuertes golpes recibidos en su cráneo. Había sido colgado por sus homicidas con la pretensión de ocultar el crimen, simulando un suicidio.

Las sospechas se encaminaron hacia Juan Carlos Ledesma, un ex boxeador, apodado “Polaco”, con paso en varias unidades penitenciarias, y a Carlos Alberto Grandi, también ex recluso. El dúo había trabado amistad en alguno de los establecimientos carcelarios donde cumplían sus condenas. Ambos fueron detenidos.

Días antes trabajaban como albañiles en una obra en construcción en Oro, casi Avellaneda, cuyos fondos daban al patio de la vivienda de Sánchez. Se suponía que desde ese lugar podían haber realizado inteligencia para observar el movimiento y planear un eventual robo.

El 16 de junio de 1994 fueron sometidos a juicio oral. El fiscal arriesgó la hipótesis de que Sánchez fue sorprendido al ingresar su automóvil al garaje de su domicilio, y que luego de propinarle una golpiza lo colgaron para aparentar un suicidio, apoderándose del dinero que poseía en su caja fuerte. Solicitó perpetua para ambos.

La defensora oficial, por su lado, fijó sus sospechas en cuestiones familiares, y atribuyó la falta de esclarecimiento a la inoperancia de la instrucción policial, contra la que cargó severamente, enumerando las fallas que contenía, entre ellas, la declaración de un menor que inculpaba a los detenidos, y que se verificó haber sido obtenida bajo amenazas. Pidió, en consecuencia, la libertad de Ledesma y Grandi.

El tribunal, se inclinó por unanimidad, por sus argumentos, absolviendo a los dos procesados, después de descalificar la indagación policial y no asignarle credibilidad. Fundó su fallo en una orfandad probatoria, al estimar que ninguno de los elementos reunidos en la causa permitían vincular el asesinato con los detenidos.

Aclaró, asimismo, que, si bien los acusados exhibían peligrosos antecedentes, ello no autorizaba a endosarles cualquier delito. De ese modo, otro crimen se empantanaba en la oscuridad definitiva, con sus culpables caminando libremente por la calle.

EL SEXTUPLE HOMICIDIO
Pero la virulencia criminal no tendría respiro. Apenas tres días después del descubrimiento del cadáver de Sánchez, el sábado 9 de mayo de 1992, la región y el país entero se anoticiaba con espanto de los brutales asesinatos cometidos en la estancia “La Payanca”, de unas 500 hectáreas, en el distrito de General Villegas, la cuna del escritor Manuel Puig y del locutor Antonio Carrizo.

El caso “La Payanca” fue noticia nacional

A escasos 30 kilómetros de su ciudad cabecera, seis muertos, algunos con sus rostros deformados por los golpes previos, un desorden generalizado dentro de la vivienda del campo, y 22 balazos, era la primera imagen del horror, y la cara de un todavía inexplicable desenfreno sangriento.

Fue la que encontraron los primeros policías que llegaron al lugar, advertidos por los vecinos que algo anormal ocurría, ya que no percibían actividad, los animales deambulaban sin control, y hasta un tractor, permanecía detenido en el surco con las luces encendidas, día y noche.

En distintas habitaciones hallaron los cuerpos exánimes, y ya en estado de descomposición, de María Esther “Chila” Acheriteguy, viuda de Gianolio, de 46 años y propietaria de la estancia. A metros, su hijo José Luis “Cascote” Gianolio, de 22, y en un galpón contiguo a la casa, el de Francisco Luna, un linyera a quien la familia alojaba a cambio de algunos trabajos.

Al otro día, encontraron, dentro de un maizal, y al costado del camino de ingreso al campo, a unos 300 metros de la tranquera y a más de mil de la casa donde aparecieron los otros cadáveres, a Omar Reid, de 21 años, Eduardo Gallo, de 22, peones del predio rural, y Alfredo Forte, de 49, pareja de “Chila” Acheriteguy.

El lugar ya había sido visitado por la fatalidad unos años antes. Alberto Gianolio, dueño “La Payanca”, entonces esposo de “Chila”, había sido muerto de un disparo por uno de sus peones, a metros de la tranquera, al enterarse de que mantenía una relación sentimental clandestina con su mujer.

Por sus características, se dedujo rápidamente que no se trató de un hecho al voleo, como que tampoco fue obra de un delincuente solitario. La gravedad del suceso y su conmoción nacional, determinó que se destinara para su investigación al comisario Mario “Chorizo” Rodríguez, considerado un “duro” en la fuerza bonaerense, con el peso de algunos cuestionados antecedentes.

Ingreso al campo, días posteriores al hecho

La pesquisa estudió un amplio marco de hipótesis, y puso la mira en distintos sospechosos, incluido el actor Marco Estell, que en Buenos Aires lo unía a un romance con Claudia, la otra hija de los Gianolio. El móvil del robo fue inicialmente descartado, al no faltar ningún objeto de valor, y hasta los autos de la familia, un Peugeot 504, una camioneta Chevrolet y un Ford Ranchero, quedaron en el lugar.

Otra línea apuntó a un ritual satánico basado en que las víctimas tenían direccionados los disparos en lugares que parecían haber sido elegidos con meticulosidad de exprofeso, tórax, nuca y pómulo derecho, además de tropezarse con dos gatos muertos y colocados en forma de cruz.

Cerca de la tranquera donde encontraron otros cadáveres

También se lo relacionó con el narcotráfico, y que un tanque australiano servía como sitio para ocultar el almacenamiento de la droga. Por lo inverosímil no tuvo recorrido. Naturalmente se lo asoció al tema económico, teniendo en cuenta que la familia no atravesaba por un momento de holgura en sus finanzas, lo que la llevó a solicitar un importante préstamo al Banco Provincia, para saldar deudas contraídas.

La versión era correcta, pero la entidad bancaria explicó que si bien iniciaron el trámite aún no se les había concedido el crédito, no llegando en consecuencia a cobrar dinero alguno. Por eso se desechó la idea de que los malhechores habían ido en procura de esa suma, aunque también cabía la conjetura de que contaran con el dato, pero desconocían que esos fondos aún no estaban en posesión de la familia.

La vivienda, donde mataron a la dueña y su hijo

La naturaleza tampoco ayudó a la pesquisa. En los días que transcurrieron entre el hecho y el primer peritaje policial se desataron dos fuertes tormentas que seguramente borraron rastros y otros vestigios de utilidad en la búsqueda del esclarecimiento.

Las pistas seguidas fueron cayendo como un castillo de naipes, y en medio del rumbo investigativo impreciso, la policía detuvo a cuatro personas, con antecedentes menores. Estuvieron siete meses detenidos, hasta que se los liberó por falta de pruebas, no sin antes acusar al comisario Rodríguez de apremios para que confesaron haber participado de la matanza.

NI CULPABLES, NI CONDENAS

Dr. Luis Tomás Correa

El doctor Luis Tomás Correa, un veterano penalista villeguense, partícipe como defensor de los últimos apresados y en resonantes juicios orales en los estrados trenquelauquenses, sentenció que la masacre de La Payanca “es un eterno durante, no tuvo antes y no tiene después”.

Lo cierto es que en ese fatídico 1992, tres acontecimientos criminales, con nueve víctimas conducidas a la muerte con una sanguinaria crueldad, fueron sometidos, por su competencia, a la justicia penal de los Tribunales de Trenque Lauquen. A casi tres décadas de ocurridos, terminaron ganados dolorosamente por la impunidad. Se esfumaron los culpables y sus condenas, para permanecer solo tristemente en la memoria colectiva.