CÓMO FUE EL ABRAZO ENTRE PERÓN Y BALBÍN… UNA HISTORIA QUE TIENE MUCHO PARA SEGUIR ENSEÑANDO 50 AÑOS DESPUÉS

El general Juan Domingo Perón había regresado al país tras 17 años de exilio, en su mayor estadía, en la española Madrid. A sus 77 años, la historia clínica y los médicos que lo atendían le desaconsejaban un retorno al ruedo político. Perón los detuvo en seco: “Vea doctor, los políticos, si son tales, nunca deben decir que no”. Con sus males físicos a cuestas, había resuelto, dar el último sprint, consciente de que se inmolaba en él. No se blindaría en la tranquilidad.

Ricardo Balbín, a sus 68 años, también volvía sobre sus pasos, para sepultar un turbulento tiempo de enfrentamientos y rencores. Había perdido siempre en las urnas, pero aspiraba aún a ser arquitecto de lo posible.

Ninguno de los dos, en el último tramo de sus existencias, sentía nostalgias de las querellas del pasado, aunque sí los inquietaba la incertidumbre del futuro argentino, que parecía condenado a seguir marchando en medio de trincheras irreconciliables.

En el límite de sus energías decidieron cruzar de veredas para abrazarse, con el sentimiento de enfrentar, como los máximos exponentes del peronismo y el radicalismo, los vientos huracanados que se empecinaban en continuar soplando sobre la República.

El maduro general ya se había definido como “un león herbívoro” poco antes de aterrizar en Ezeiza, en la lluviosa tarde del 17 de noviembre de 1972, siendo alojado en una coqueta vivienda de la calle Gaspar Campos, en el distrito de Vicente López. No hubo modo de detener la euforia que había generado el regreso de Perón, y una multitud ocupó rápidamente calle y vereda con sus cánticos y bombos. En ese bullicio, comenzaba a pergeñar su próxima agenda, que inevitablemente incluía el encuentro con Balbín. Sucedería dos días después.

Ese domingo 19 de noviembre por la tarde, Balbín, acompañado por Juan Carlos Pugliese, Enrique Vanoli y Luis León, se dirigió a la casona de Vicente López, comprobando que sería imposible sortear el acampe partidario que bloqueaba la puerta principal. No les quedó otra alternativa, entonces, que rodear la manzana e ingresar por los fondos de una casa lindera, para lo cual saltaron la pared valiéndose de la escalera que proveyó un vecino.

Superado el obstáculo, el visitante ingresó a la sala donde aguardaba Perón, y se produjo el esperado encuentro, sellado por el abrazo afectuoso que signaba la reconciliación. Quedaba en el olvido un pasado de porfiados conflictos entre ambos, que refrendaría después Balbín, cuando preguntado sobre su cárcel en épocas peronistas, aseguró haber perdonado a Perón “así como también el tuvo a bien no mencionar las barbaridades que yo le decía a diario”.

La relación amistosa entre ambos líderes se afianzó tras aquel histórico abrazo de Gaspar Campos, tanto que 19 meses más tarde, a la muerte de Perón, el líder radical, posando su mano sobre el féretro, pronunciaría aquella célebre expresión del adiós: “Este viejo adversario despide a un amigo”.

La extinción de la vida del general, también bloqueó la posibilidad de continuar en la búsqueda común de aspirar a otra Argentina que seguramente hubiera impedido que la situación desembocara en el golpe de marzo de 1976, con su secuela de horror y dolor que le sucedió.