Argentina se ha debatido frecuentemente en sus crisis políticas, pero ninguna tan trágica y dramática como la de diciembre de 2001. Entre los antecedentes, allá lejos, se recuerda una fecha que es señalada como “la de los tres gobernadores”, porque, Ildefonso Ramos Mejía, Miguel Estanislao Soler, y el propio Cabildo se atribuían simultáneamente el ejercicio del poder en Buenos Aires. Los historiadores refieren ese período como “La Anarquía del año XX”.
Sin embargo, ese mismo 20 de junio de 1820, concita la mayor evocación, porque moría Manuel Belgrano, creador de nuestra enseña patria, y eso eclipsaría al codicioso trío de gobernadores, al instaurarse el Día de la Bandera, en homenaje al prócer, fallecido en la pobreza, al punto de entregar como pago su reloj al médico que lo atendía, porque carecía de otros recursos.
En marzo de 1962 es derrocado Arturo Frondizi y se libra una carrera por su sucesión, digna de ser cronometrada. Mientras el general Raúl Poggi, jefe del Ejército, se instala en la Casa Rosada a la espera de asumir, la Corte Suprema le gana de mano y acelerando las agujas del reloj, hace jurar al Presidente Provisional del Senado José María Guido, imponiendo la continuidad ordenada en la letra de la Ley de Acefalía.
Pero cualquier preexistencia de desorden institucional sería superada más contemporáneamente hace dos décadas. Horas en las que el desborde económico, social y político sumergió al país en un caos, cuyo anárquico desarrollo le asignaba indescifrables consecuencias, aunque nunca apuntando a las más indulgentes.
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Teñida por una enorme mancha la sangre de un número indeterminado de heridos y casi 40 muertos, cinco de ellos, caídos el jueves 20 por la tarde por la desmesurada represión policial en pleno centro porteño y en medio de una de las marchas de protestas, cuando el entonces presidente Fernando De la Rúa anunciaba su renuncia por cadena nacional, y un helicóptero lo alejaba de la Casa Rosada
Un día antes, el todavía presidente había decretado el estado de sitio, y la reacción se manifestó con virulencia en las principales ciudades del país, en un ambiente ya caldeado por ciudadanos indignados por la instauración del llamado “corralito”, que retenía los depósitos bancarios, impuesto por el entonces ministro de Economía Domingo Cavallo.
SAQUEOS Y CACEROLAZOS
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Se sucedían saqueos, sobre todo en el conurbano, cacerolazos, manifestaciones, piquetes, y otros reclamos, unidos por una inquietante consigna: “¡Qué se vayan todos!”. El desconsolado llanto de un coreano, dueño de un supermercado saqueado, y su arbolito de Navidad deshecho en la acera se convirtió en una de las tristes postales de aquellos días de furia.
El ex mandatario Raúl Alfonsín ya vislumbraba el desenlace cuando a principios de ese diciembre, en una reunión con políticos radicales y peronistas se había expresado: “El aletargado (por de la Rúa) está totalmente empastillado. Tal como van las cosas, tengo la certeza que vamos a una severa crisis que puede poner en peligro las instituciones de la República”.
La gestión de De la Rúa venía en creciente desgaste por una seguidilla de infortunios, entre ellos, la renuncia de su vicepresidente Carlos “Chacho” Álvarez, en octubre de 2000, en medio del escándalo provocado por las denuncias sobre el pago de sobornos a un grupo de senadores para aprobar una ley que flexibilizaba la legislación laboral, además de otros hechos menores, como una inoportuna visita al programa de Marcelo Tinelli, donde se lo ridiculizó, reproduciéndolo como un hombre vacilante.
También su salud había sufrido un impacto en junio de 2001 al ser intervenido de una angioplastia para destapar una arteria obstruida, una práctica quirúrgica sencilla en manos de los eminentes cirujanos que lo atendieron, pero que alarmó por la imprudente declaración de su ministro de Salud, Héctor Lombardo, que indicó que el primer mandatario padecía arteriosclerosis, a la que popularmente se la vincula con la falta de lucidez.
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Ni siquiera a De la Rúa lo había podido sacar de su estado ausente el angustiante llamado del senador chubutense Carlos Maestro:
– Fernando, está habiendo muertos en Plaza de Mayo.
– No, a mí nadie me informó nada, ni mis funcionarios, ni el Jefe de la Policía Federal.
– La televisión está diciendo que hay muertos.
– Dice tantas cosas que no son ciertas
– Me parece que esta vez es cierto porque están mostrando imágenes de personas caídas.
Horas después, el Jefe de Gabinete Chrystian Colombo, pretende verlo. Dentro de las febriles negociaciones que celebraba para evitar el agónico final, había enhebrado un frágil acuerdo con el peronismo para un gobierno de unidad, pero un policía lo detuvo:
– El presidente ya se retiró a dormir y no va a poder atenderlo.
RENUNCIA DE LA RÚA
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El epílogo del gobierno era inexorable con la economía derruida tras una década de convertibilidad, y un presidente debilitado y sin apoyo. En ese espeso clima, la gente, en un estado de paroxismo extremo, de casi imposible contención, salió a la calle masivamente para propinarle el golpe de gracia a De la Rúa y al gobierno de la Alianza, al que paradójicamente, en buena parte, habían elegido hacía apenas dos años. Ahora lo privaban de su banda y bastón.
Más adelante “Chupete”, tal su apodo, ilustraba sobre su dimisión: “Yo decido renunciar cuando desde el departamento de Alfonsín me llama el presidente del bloque de senadores del radicalismo, Maestro, para decirme que, a juicio de ellos, no había nada que hacer, que consideraban conveniente mi renuncia”.
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La redactó manuscrita y envió el breve texto al misionero Ramón Puerta, presidente del Senado, con una apelación: “Confío que mi decisión contribuirá a la paz social y a la continuidad institucional de la República”. Eran las 19.52 horas, apretó un ejemplar de la Constitución entre sus manos, y se subió al helicóptero blanco que se elevó en medio de gritos e insultos de quienes cubrían parte de la Plaza de Mayo.
La imagen evocaba la partida de la misma manera de Isabel Martínez cuando el 24 de marzo de 1976 era desalojaba del gobierno por un golpe militar. Sólo la diferenciaba, que De la Rúa lo hacía voluntariamente, aunque impulsado por una situación irreversible. La viuda de Perón se iba detenida.
Con el peronismo retomando el control político del país, Puerta, ya había acordado con algunos gobernadores, en virtud de la Ley de Acefalía, el nombre del caudillo puntano Adolfo Rodríguez Saá para suceder al renunciante.
El diálogo entre Puerta y el entonces gobernador de San Luis fue casi desopilante:
– ¿Vos agarrás el gobierno si yo te propongo? Mirá que es sólo por 60 días.
– Yo agarro así sean 60 días, horas, minutos o segundos.
Los sesenta días tenían que ver con el propósito de convocar a elecciones generales el domingo 3 de marzo de 2002. Puerta, por estar primero en la línea de sucesión, fue presidente por 48 horas, y el Congreso en pleno eligió el 23 de diciembre a Rodríguez Saá, como flamante titular interino del Ejecutivo, por un plazo máximo de tres meses.
DISPUESTO A QUEDARSE
Pero acostumbrado al poder perpetuo en San Luis, quizá el nuevo mandatario pensó que podría replicarlo en la Nación, despachándose en su discurso inaugural con el anuncio de medidas como para instalarse en el sillón de Rivadavia mucho más allá del perentorio plazo que le había otorgado el voto de los legisladores.
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Prometió la creación de un millón de empleos, puso un límite a su sueldo y el de los funcionarios, notificó la venta de todos los vehículos y aeronaves oficiales, anticipó el nacimiento del “Argentino” como nueva moneda, y en el tono de mayor exaltación dispuso la suspensión del pago de la deuda externa, lo que generó una suerte de éxtasis en el recinto, cuyos integrantes se pusieron de pie y lo ovacionaron.
Sorprendido, el senador Eduardo Menem se volvió a su vecina de banca Cristina Fernández de Kirchner.
– Pero…este no es un discurso para noventa días, es para dos años…
– Se equivoca, es un discurso para diez años, lo corrigió la senadora por Santa Cruz.
Estaban en lo cierto, ya que de inmediato se desata una campaña de afiches y volantes, fogoneada por el propio presidente y su hermano Alberto, para que el mandato de “el Adolfo” cubriera todo el período que le faltaba cumplir a De la Rúa. El puntano Oraldo Britos, que los conocía muy bien, y que pasó a ocupar la cartera de Trabajo, confirmó la sospecha y les confió a periodistas amigos: “Con los Rodríguez Saá, hay que hablar de décadas, no de meses”.
La ya indesmentible intención de prolongar la primera magistratura agitó las disputas dentro del peronismo. Los gobernadores, algunos de los cuáles como el cordobés José Manuel De la Sota, el santacruceño Néstor Kirchner, y otros “pesos pesados” como el ex presidente Carlos Menem y el ex vicepresidente y ex gobernador bonaerense Eduardo Duhalde, que se perfilaban como futuros presidenciables, se fueron alejando, hasta retaceándole colaboración para cubrir ministerios y otros cargos.
SIGUEN LOS JURAMENTOS
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Mientras tanto, las calles continuaban ardientes, ya que el “corralito” no había sido desactivado, y a una semana de asumir, Rodríguez Saá presentó la renuncia desde San Luis, dónde se había refugiado. “Si quieren que siga, que vengan a pedírmelo”, se envalentonaba, como apeteciendo un 17 de octubre al que nunca deja de soñar cualquier peronista que se precie de tal.
Previamente había convocado a la residencia oficial de Chapadmalal, cercana a Mar del Plata, a todos los gobernadores justicialistas para exhibirles el Presupuesto que enviaría al Congreso, en el que le había pasado la tijera a partidas sensibles para demostrar una gestión austera. De los 14, sólo acudieron 6. Ahí advierte que su tozudez en permanecer ha tocado un límite, y se lo comunica a sus interlocutores todavía leales:
– Las ausencias no son casuales. Hay un plan para quitarme el apoyo. Así no puedo seguir.
Sin garantías, incluso, por su seguridad, Rodríguez Saá dimitió el 30 de diciembre. También renunció quien debía sucederlo, Puerta, por lo que asumió la presidencia provisional el titular de la Cámara de Diputados, el peronista Eduardo Camaño, quien convocó – por segunda vez en 10 días – a ambas Cámaras legislativas para elegir el 2 de enero de 2002 al nuevo mandatario, designación que recayó en el senador Eduardo Duhalde.
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Es decir que tras la renuncia de De la Rúa, en sólo doce días, y en medio de las celebraciones de Navidad y Año Nuevo, entre brindis, sidra, turrones y pan dulce, la voracidad de la crisis había llevado a los juramentos casi superpuestos a cuatro presidentes más. Duhalde, el último de ellos, gobernó hasta el 25 de mayo de 2003, cuando finalmente se reencauzó la vida institucional con el triunfo de Néstor Kirchner.
Veinte años después, las heridas de diciembre de 2001, aún duelen.
ÚLTIMA NOTA de la segunda temporada de “El Mirador”. Hasta el año que viene y GRACIAS por los mensajes alentadores y aportes documentales y testimoniales de todos los colaboradores…